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Se acercan las fiestas de Navidad, esas que Patricia analizaba desde un punto de vista social. Esas que, cada año, celebramos todos, con o sin ganas, esas que, cada año, está peor visto reconocer que se esperan con ganas.

A quien se reconoce encantado por la Navidad le miramos de reojillo  y nos parece mucho más fiable el que dice no soportarlas y ya, en según qué ambiente, uno dice estar deseando o aborreciendo que lleguen los días festivos según se tercie, y  luego ya cada uno, en su casa, celebra a lo grande, a lo pequeño o a lo que le convenga sin tener que dar cuentas a nadie.

No está la cosa para salirse de madre en las compras, que se ve mucho paseante viendo luces pero no todo el mundo traslada bolsas, y, aunque es verdad que hay mucho escrupuloso control de los detalles olvidándose de lo importante, de la razón de la reunión, también quiero pensar en que esa mayoría sensata que yo defiendo existe, no pierde el tiempo ni el dinero a lo tonto.

Somos un país de tradición cristiana, y es esa tradición la que ha convertido la celebración de un acto sencillo (un nacimiento en un establo) en una fiesta grande. Es verdad que esa tradición cristiana se ha mezclado en los últimos años con un afán consumista sin sentido. Pero los sueldos han bajado, y el afán consumista anda de capa caída, dejando poco a poco de ser afán para hacerse «aspiración». En muchas casas ha mermado la calidad y la variedad del menú y la calidad y variedad de los regalos, pero quizá es una buena noticia.

Si en tu entorno,  la menor calidad y variedad del menú o los regalos, deprecia la fiesta… olvídalo. Es mejor que cada uno se vaya a su casa, se ponga una peli, y se arrope hasta quedar dormido. Así evitaríamos muuuchas peleas familiares y grescas que terminan en los hospitales o en comisaría.

La Navidad existe porque millones de personas en el mundo creen, creemos, que un día, hace unos cuantos miles de años, nació en un establo el hijo de una joven mujer y de un carpintero, un niño que, según había predicho un ángel, era el hijo de Dios, un niño que vendría al mundo a dar su vida por los demás, a sufrir por otros, a ayudarlos a ser mejores.

Sólo se celebra un nacimiento, nada más. Un hecho sencillo, pero de los que suelen hacer que se desboque la alegría.

En mi Nochebuena y en mi Navidad nunca ha habido regalos. Mi tradición es castellana y austera, los regalos los traen los Reyes (a los que, al no ser castellanos, les permitimos que huyan de la austeridad). Y en esa mi tradición la celebración del nacimiento no hay ido unida, entonces, al dispendio en regalos, ni tan siquiera en el menú. Mi tradición es de reunirse, sin más. Un par de besos y un abrazo al recibirnos, y otro par de ellos al despedirnos.

Y si yo pensara una razón extrareligiosa para celebrar esta fiesta, de este modo y en esta época del año, yo sin duda optaría por los abrazos, tan necesarios en el crudo otoño-invierno.

Está demostrado que la gelidez de espíritu que provoca el otoño sólo se le arranca a un cuerpo con un buen abrazo, y algún que otro beso.

¿Y qué mejor excusa para recibirlos que la celebración de un nacimiento?

Yo este año paso de regalos, de compras, de menuses, paso de estrellitas y colgajos, paso de discursos vacíos y de felicitaciones institucionales, de esa Navidad no tengo ninguna gana. De la otra, de la de los buenos deseos, las alegrías, los encuentros y los abrazos, de esa sí. Esa sí que, para mí, ya está tardando…

Un pensamiento en “Sobre el nacimiento, a vuela pluma

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